La expulsión del Edén arrojó al hombre al dolor y al trabajo y en Babel perdió la lengua adánica y cayó en la semiosis infinita que confundió sus lenguas. En ese tránsito se inscribe la ligazón del dolor con un uso del lenguaje que, al tiempo que nos sumerge en la confusión al perder la pura lengua revelada por dios, nos arroja a las sorpresas del sentido y la invención. El dolor es el mítico precio que el hombre paga por el pecado original de su uso curioso, libre e irreverente del lenguaje. Sin embargo, aún no es clara la razón de ese precio ni sabemos bien dónde se articula el dolor en la inscripción con el lenguaje.
Nuestra sujeción al lenguaje fue comparada por Wittgenstein con el modelo de la mosca atrapada en un vaso. Es difícil salir de su prisión si no se sabe el peso de su mediación con la realidad. Las palabras proponen una Babel de idiomas, pero ella no es más que la punta del iceberg de una semiosis infinita que impide arribar a un ansiado sentido común. No es posible lograr una univocidad de sentido en lo que se intenta transmitir, sea una creencia, una hipótesis o una teoría científica. Sin embargo, es cierto también que sin esos equívocos sería imposible acceder a las ideas originales que nutren el progreso de la ciencia. El lenguaje es nuestra principal herramienta y debemos convivir con su inconsistencia y con la frágil legitimidad de su anacrónica temporalidad. Además, si el vaso se rompe o no cumple con su función mediadora, quedar expuestos a la cruda realidad nos sume en la perplejidad y el dolor.
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