La responsabilidad moral depende de un compromiso personal, más allá del pacto social de convivencia y pone a prueba el valor de cada uno de sus integrantes en la relación con los otros. Pero no garantiza el acatamiento al orden legal que se impone a todos por igual (igualdad ante la ley). Nadie es mejor o peor por respetar la ley, sino que se hace responsable ante los otros, instituidos como autoridad, de hecho o no, con las consiguientes penalidades. La ley moral condena personalmente, la ley jurídica lo hace públicamente. No pone como condición el ser bueno o malo, sino el acatamiento forzoso, más allá del bien y del mal. La primera nos enfrenta al juicio de la conciencia moral, la segunda, a la autoridad del estado político. La moralidad no basta para justificar el poder político, porque éste requiere una autoridad suprapersonal, así como a la inversa no basta ser un buen ciudadano para ser un hombre moral. La política que usa a la moral como argumento termina por perseguir y justificar la persecución del ciudadano por razones ajenas a la ley y a la legítima autoridad del Estado, como ha ocurrido tanto en el Estado nazi como en el Estado soviético comunista. Hoy se hace indispensable recuperar el poder político respecto a las tergiversaciones que lo transforman en un argumento en el cual basar las prerrogativas del poder de dominación ejercido por un grupo sobre otro u otros. Y esto presupone la vigencia de la ley y una autoridad de Estado que se base en ella. No basta la sola ley moral ni es válido utilizarla como base exclusiva de la justicia, pues se la puede tergiversar y usar la moral contra la moral misma. La transposición del código mediante una aplicación fuera del dominio que le corresponde, es la base de la tergiversación de todos los valores.
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